CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Las recientes elecciones en varias entidades del país confirman otra vez lo que el 8 de mayo de 2011 el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) dijo al llamar, en el Zócalo de la Ciudad de México, a un pacto de todas las representaciones de la nación para salvarla: “Si no lo hacen (…) no sólo las instituciones se convertirán en lo que ya comienzan a ser, instituciones vacías de sentido y de dignidad, sino que las elecciones de 2012 serán las de la ignominia, una ignominia que hará más profundas las fosas en donde, como en Tamaulipas, están enterrando la vida del país”.
La importancia de ese pacto nunca se entendió; nunca, por lo tanto, se realizó (véase mi novela El deshabitado) y aquellas palabras, para nuestra desgracia, resultaron proféticas: las elecciones, desde entonces, han sido las de la ignominia y desde entonces el país desaparece día con día tragado por las fosas clandestinas de las que está lleno.
Madres de desaparecidos marchan en la CDMX/Foto: Germán Canseco
No debería, por lo tanto, asombrarnos lo que acaba de ocurrir en las recientes elecciones. En ellas no ha habido otra cosa que las mismas trampas, las mismas corrupciones, los mismos hostigamientos, la misma maquinaria del Estado puesta al servicio de los grandes capitales y del crimen organizado, y las mismas impugnaciones ante instituciones que, envilecidas y vacías de contenido, terminarán por convalidar el fraude en un ominoso espectáculos de opiniones, análisis y dimes y diretes.
Lo que esta realidad afirma y a la vez encubre es que nos encontramos en condiciones de revolución, de refundar la vida política y democrática de la nación. Las partes sanas, lo que el MPJD ha llamado la reserva moral del país, lo saben, pero la quieren –a pesar de la inmensa violencia que nos rodea o, mejor, en contra de ella– de forma no-violenta. De allí su empeño por ir a las urnas, por creer, contra toda esperanza, en el camino electoral, por construir, a pesar de la inoperancia y corrupción de las partidocracias y las instituciones del Estado, movimientos y candidaturas independientes, ciudadanas o populares que buscan –como lo dijeron el CNI y el EZLN a raíz de la designación de María de Jesús Patricio Martínez como candidata a la Presidencia de México para 2018– “echarles a perder su fiesta basada en nuestra muerte, y hacer la propia, basada en la dignidad, la organización y la construcción de un nuevo país y de un nuevo mundo” (“Llegó la hora”, 28 de mayo de 2017).
Esta propuesta –un giro en la táctica política indígena de darle la espalada a las urnas– no es distinta a la de otros movimientos, que habría que llamar, con los zapatistas, de las izquierdas de abajo, como Ahora, encabezado por Emilio Álvarez Icaza; el de Por México Hoy, abanderado por Cuauhtémoc Cárdenas; el de las partes sanas de Morena que, a causa de un pragmatismo mal entendido, soportan la estrechez política y repetitiva de López Obrador, quien una vez más se encamina al desastre a causa de ella, y el de otros movimiento sociales más pequeños, pero igualmente indignados y sabedores de la necesidad de un cambio radical en la vida política del país.
Todas esas izquierdas están diciendo de alguna forma que las urnas –hasta el momento la única expresión, privilegiada por el imaginario social, de la democracia– le pertenecen a la gente y hay que arrancárselas a la corrupción de las partidocracias y del Estado para refundar a la nación en un nuevo orden democrático.
De lo que, sin embargo, no se dan cuenta es que de continuar caminando paralelamente, como si sus caminos, a pesar de poseer la misma fuente e ideales semejantes, estuvieran condenados a no converger nunca, fracasarán irremediablemente en su actitud revolucionaria no-violenta. Su separación no fortalecerá al PRI ni le restarán fuerza a Andrés Manuel, como pretenden algunos analistas. López Obrador se basta a sí mismo para, en una reproducción del pragmatismo partidocrático y del centralismo unipersonal que ejerce, contaminar lo mejor de Morena con los mismos vicios que critica en los otros partidos y, por lo mismo, fracasar ganando o perdiendo. Por el contrario, reforzará la estructura sistémica de las partidocracias que tiene sumido al país en la violencia, la miseria, la corrupción, la destrucción de sus pueblos y de sus ambientes, y la muerte.
Si algo puede aún aprenderse del reciente remake de la ignominia electoral es que sin coaliciones nadie podrá llegar al poder por la vía de las urnas. Sabemos, sin embargo, lo que las coaliciones de las partidocracias harán para llegar a él: una reedición de las inmoralidades del PRI; sabemos también que de llegar al gobierno reproducirán, como en la fallida transición democrática, los mismos vicios que su madre nutricia les ha enseñado. En cambio, una coalición de esas izquierdas de abajo podría, con el apoyo popular que sumaría y un programa que siente las bases para la refundación del país, tomar el poder mediante las urnas y, de darse un fraude, organizar la resistencia civil. De no hacerlo, de empeñarse en ese mal endémico de las izquierdas que hacen de la mínima diferencia un abismo infranqueable, no sólo fracasarán, sino que reforzarán de formas inéditas el sistema político de las partidocracias que terminará por legalizar el estado de excepción y la muerte.
Aún es tiempo antes de que la noche se vuelva absoluta.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales.
Este análisis se publicó en la edición 2120 de la revista Proceso del 18 de junio de 2017.